Cuando se es joven, no hay que
vacilar en filosofar, y cuando se es viejo, no hay que cansarse de filosofar.
Porque nadie es demasiado joven o demasiado viejo para cuidar su alma. Aquel
que dice que la hora de filosofar aún no ha llegado, o que ha pasado ya, se
parece al que dijese que no ha llegado aún el momento de ser feliz, o que ya ha
pasado. Así pues, es necesario filosofar cuando se es joven y cuando se es
viejo: en el segundo caso para rejuvenecerse con el recuerdo de los bienes
pasados, y en el primer caso para ser, aún siendo joven, tan intrépido como un
viejo ante el porvenir. Por tanto hay que estudiar los medios de alcanzar la
felicidad, porque, cuando la tenemos, lo tenemos todo, y cuando no la tenemos
lo hacemos todo para conseguirla.
Por consiguiente, medita y
practica las enseñanzas que constantemente te he dado, pensando que son los
principios de una vida bella.
En primer lugar, debes saber que
Dios es un ser viviente inmortal y bienaventurado, como indica la noción común
de la divinidad, y no le atribuyas nunca ningún carácter opuesto a su
inmortalidad y a su bienaventuranza. Al contrario, cree en todo lo que puede
conservarle esta bienaventuranza y esta inmortalidad. Porque los dioses existen,
tenemos de ellos un conocimiento evidente; pero no son como cree la mayoría de
los hombres. No es impío el que niega los dioses del común de los hombres, sino
al contrario, el que aplica a los dioses las opiniones de esa mayoría. Porque
las afirmaciones de la mayoría no son anticipaciones, sino conjeturas
engañosas. De ahí procede la opinión de que los dioses causan a los malvados
los mayores males y a los buenos los más grandes bienes. La multitud,
acostumbrada a sus propias virtudes, sólo acepta a los dioses conformes con
esta virtud y encuentra extraño todo lo que es distinto de ella.
En segundo lugar, acostúmbrate a
pensar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que el bien y el mal no
existen más que en la sensación, y la muerte es la privación de sensación. Un
conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros,
permite gozar de esta vida mortal evitándonos añadirle la idea de una duración
eterna y quitándonos el deseo de la inmortalidad. Pues en la vida nada hay
temible para el que ha comprendido que no hay nada temible en el hecho de no
vivir. Es necio quien dice que teme la muerte, no porque es temible una vez
llegada, sino porque es temible el esperarla. Porque si una cosa no nos causa
ningún daño en su presencia, es necio entristecerse por esperarla. Así pues, el
más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque,
mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya
no somos. Por tanto la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos
porque para los unos no existe, y los otros ya no son. La mayoría de los
hombres, unas veces teme la muerte como el peor de los males, y otras veces la
desea como el término de los males de la vida. [El sabio, por el contrario, ni
desea] ni teme la muerte, ya que la vida no le es una carga, y tampoco cree que
sea un mal el no existir. Igual que no es la abundancia de los alimentos, sino
su calidad lo que nos place, tampoco es la duración de la vida la que nos
agrada, sino que sea grata. En cuanto a los que aconsejan al joven vivir bien y
al viejo morir bien, son necios, no sólo porque la vida tiene su encanto,
incluso para el viejo, sino porque el cuidado de vivir bien y el cuidado de
morir bien son lo mismo. Y mucho más necio es aún aquel que pretende que lo
mejor es no nacer, «y cuando se ha nacido, franquear lo antes posible las
puertas del Hades». Porque, si habla con convicción, ¿por qué él no sale de la
vida? Le sería fácil si está decidido a ello. Pero si lo dice en broma, se muestra
frívolo en una cuestión que no lo es. Así pues, conviene recordar que el futuro
ni está enteramente en nuestras manos, ni completamente fuera de nuestro
alcance, de suerte que no debemos ni esperarlo como si tuviese que llegar con
seguridad, ni desesperar como si no tuviese que llegar con certeza.
En tercer lugar, hay que
comprender que entre los deseos, unos son naturales y los otros vanos, y que
entre los deseos naturales, unos son necesarios y los otros sólo naturales. Por
último, entre los deseos necesarios, unos son necesarios para la felicidad,
otros para la tranquilidad del cuerpo, y los otros para la vida misma. Una
teoría verídica de los deseos refiere toda preferencia y toda aversión a la
salud del cuerpo y a la ataraxia [del alma], ya que en ello está la perfección
de la vida feliz, y todas nuestras acciones tienen como fin evitar a la vez el
sufrimiento y la inquietud. Y una vez lo hemos conseguido, se dispersan todas
las tormentas del alma, porque el ser vivo ya no tiene que dirigirse hacia algo
que no tiene, ni buscar otra cosa que pueda completar la felicidad del alma y
del cuerpo. Ya que buscamos el placer solamente cuando su ausencia nos causa un
sufrimiento. Cuando no sufrimos no tenemos ya necesidad del placer.
Por ello decimos que el placer es
el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos reconocido como el primero de
los bienes y conforme a nuestra naturaleza, él es el que nos hace preferir o
rechazar las cosas, y a él tendemos tomando la sensibilidad como criterio del
bien. Y puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no
buscamos cualquier placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos
placeres cuando tienen como consecuencia un dolor mayor. Por otra parte, hay
muchos sufrimientos que consideramos preferibles a los placeres, cuando nos
producen un placer mayor después de haberlos soportado durante largo tiempo.
Por consiguiente, todo placer, por su misma naturaleza, es un bien, pero todo
placer no es deseable. Igualmente todo dolor es un mal, pero no debemos huir
necesariamente de todo dolor. Y por tanto, todas las cosas deben ser apreciadas
por una prudente consideración de las ventajas y molestias que proporcionan. En
efecto, en algunos casos tratamos el bien como un mal, y en otros el mal como
un bien.
A nuestro entender la autarquía
es un gran bien. No es que debamos siempre contentarnos con poco, sino que,
cuando nos falta la abundancia, debemos poder contentarnos con poco, estando
persuadidos de que gozan más de la riqueza los que tienen menos necesidad de
ella, y que todo lo que es natural se obtiene fácilmente, mientras que lo que
no lo es se obtiene difícilmente. Los alimentos más sencillos producen tanto
placer como la mesa más suntuosa, cuando está ausente el sufrimiento que causa
la necesidad; y el pan y el agua proporcionan el más vivo placer cuando se
toman después de una larga privación. El habituarse a una vida sencilla y
modesta es pues un buen modo de cuidar la salud y además hace al hombre animoso
para realizar las tareas que debe desempeñar necesariamente en la vida. Le
permite también gozar mejor de una vida opulenta cuando la ocasión se presente,
y lo fortalece contra los reveses de la fortuna. Por consiguiente, cuando
decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los
pervertidos, ni de los placeres sensuales, como pretenden algunos ignorantes
que nos atacan y desfiguran nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de
sufrimiento para el cuerpo y de la ausencia de inquietud para el alma. Porque
no son ni las borracheras, ni los banquetes continuos, ni el goce de los
jóvenes o de las mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las
mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz, sino la razón, buscando
sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las
opiniones que pueden aportar al alma la mayor inquietud.
Por tanto, el principio de todo
esto, y a la vez el mayor bien, es la sabiduría. Debemos considerarla superior
a la misma filosofía, porque es la fuente de todas las virtudes y nos enseña
que no puede llegarse a la vida feliz sin la sabiduría, la honestidad y la
justicia, y que la sabiduría, la honestidad y la justicia no pueden obtenerse
sin el placer. En efecto, las virtudes están unidas a la vida feliz, que a su
vez es inseparable de las virtudes.
¿Existe alguien al que puedas
poner por encima del sabio? El sabio tiene opiniones piadosas sobre los dioses,
no teme nunca la muerte, comprende cuál es el fin de la naturaleza, sabe que es
fácil alcanzar y poseer el supremo bien, y que el mal extremo tiene una
duración o una gravedad limitadas.
En cuanto al destino, que algunos
miran como un déspota, el sabio se ríe de él. Valdría más, en efecto, aceptar
los relatos mitológicos sobre los dioses que hacerse esclavo de la fatalidad de
los físicos: porque el mito deja la esperanza de que honrando a los dioses los
haremos propicios mientras que la fatalidad es inexorable. En cuanto al azar
(fortuna, suerte), el sabio no cree, como la mayoría, que sea un dios, porque
un dios no puede obrar de un modo desordenado, ni como una causa inconstante.
No cree que el azar distribuya a los hombres el bien y el mal, en lo referente
a la vida feliz, sino que sabe que él aporta los principios de los grandes bienes
o de los grandes males. Considera que vale más mala suerte razonando bien, que
buena suerte razonando mal. Y lo mejor en las acciones es que la suerte dé el
éxito a lo que ha sido bien calculado.
Por consiguiente, medita estas
cosas y las que son del mismo género, medítalas día y noche, tú solo y con un
amigo semejante a ti. Así nunca sentirás inquietud ni en tus sueños, ni en tus
vigilias, y vivirás entre los hombres como un dios. Porque el hombre que vive
en medio de los bienes inmortales ya no tiene nada que se parezca a un mortal.
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Carta a Meneceo, de R.
Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona
1982, p.93-97.
Prof.
Lic. Claudio Andrés Godoy
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